lunes, 8 de octubre de 2012

Estaba cansada, fastidiosa y resignada. Acostumbrada a evadir cada golpe que la vida intentaba impactar sobre ella, vivía atenta a cada mínimo detalle, había logrado ser impenetrable. Ya nada le importaba, nada la tocaba, no había forma alguna de quebrarla y mucho menos conseguir sacarle una mínima lágrima; nadie podía ya entrar en su mundo. Una mujer tan fuerte, con cierta experiencia que le permitía aconsejar a sus compañeras de ruta para que no cometan los mismos errores que ella, les advertía de las piedras que podían llegar a encontrarse en el camino; siempre ayudando a saltar las dificultades, y si alguna caía, ella les enumeraba unos tips con explicación incluida para que puedan levantarse y seguir su camino. Ni ella ni las personas que la conocían pudieron comprender qué era lo que le había pasado, cómo un amor tan minúsculo pudo haberla hecho añicos. Se creía tan sabia, tan capaz de controlar todo lo que la rodeaba. Nada se le escapaba, siempre se mantenía pensando en todas las posibilidades, ese era el motivo por el cual nunca se sorprendía. Siempre esperaba lo peor de las personas, o mismo de la vida. Estaba convencida que si en su vida se asomaba el sol, en cualquier momento podía caer una fuerte lluvia, una tormenta que podría ser interminable y devastadora.  Estaba preparada para cualquier cosa, y tenía bien en claro que podía tropezar, pero, al ser tan avasallante, iba a mantenerse erguida haciendo de cuenta que nada ha pasado.
Sentía impotencia por haber bajado la guardia ante un Judas no encubierto. Había sido advertida una y mil veces sobre la pronta traición que sufriría de aquél hombre que se llevaba el mundo por delante, y que no le molestaba arrastrar al que se le cruce, todo sea por salir victorioso y seguir siendo el rey de ésta selva de cemento. Ella sabía a lo que se estaba enfrentando, pero aún así decidió desistir ante los encantos del tertuliano hombre que se había topado con ella. Después de todo, cualquier bestia merece recibir amor, cierto?
A veces, nuestro ego nos convence que podemos reconstruir un vaso que ya no tiene arreglo, y por más que nos lastimemos las manos intentando colocar hasta el más minúsculo pedazo de vidrio, no nos damos por vencidos. Lo malo de pretender recomponer vidrios o vasos, es que en el proceso de arreglo, algunas astillas quedan clavadas en nuestras manos, y sólo el viento junto al tiempo es capaz de desprenderlos de nuestra piel.

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