Reunirme con
él en aquél restaurante ya se había convertido en algo común; nuestros
encuentros eran monótonos: nos veíamos, nos besábamos, tomábamos, fumábamos,
iba a su casa, me acostaba con él y luego en su coche me devolvía a mi infierno
habitual.
Él se había
convertido en aquella droga que necesitaba, era justo lo que yo buscaba.
Perfecto para mis dimensiones. Me daba lo que le pedía, lo que necesitaba. Con
solo mirarme me entendía, aunque detestaba mi forma de vida. Mis creencias y
mis costumbres.
Me cuidaba
como si fuera mi papá, y me observaba como si yo fuese una niña; después de
todo, mis acciones no demostraban lo contrario. Yo estaba en una cuerda floja,
y el estaba allá abajo, para atajarme si yo caía.
Jamás pude
pensar en alguna separación, era imposible para mi vivir sin él; ¿qué iba a ser
de mí?, ¿quién me iba a cuidar?, me sentiría sola, triste y abandonada. Mis
irritaciones y mi no-madurez lo llevaron a dejarme, a abandonarme y tratar de
rehacer su vida pero esta vez sin mí.
Sin embargo,
yo sé que él conserva en su memoria imágenes mías; sé que aún recuerda los
momentos que vivimos juntos. Confío; aún confío...
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